“Ahora todos a la
modalidad virtual, en dos semanas los/as docentes de la UNCuyo deberán pasar
sus materias a escenarios virtuales. Por tanto, toooodos los expertos y
expertas en esta modalidad, que vienen dedicándose y tratando de ser escuchados
durante años en esta institución, deberán ¡¡¡abdicar!!! La Secretaría Académica
de RECTORADO de la UNCuyo quiere que en dos semanas lo presencial se plasme en
lo virtual ¡¡¡¡abracadabras!!! (risas y aplausos)”
(Del muro de
Cecilia Deamici)
Empecé por esta noticia y agregué el comentario de
Cecilia Deamici, docente e investigadora de la UNCuyo, para empezar a plantear
la necesidad de que la implementación de las NTICs (Nuevas Tecnologías de la
Información y de la Educación) sea una política efectiva y real, no declaraciones
que hay que hacer pour la galerie.
Agrego mis comentarios:
Hay actividades
que son el resultado de procesos, si no están esos procesos, se puede hacer,
pero es circo para los medios
En la Provincia (de
Mendoza) pasó algo semejante, y ahora se ponen virtuales. Si muchos/as
profesores todavía solo usan tecnología muy básica (Síndrome USTED (Uso
Subdesarollado de Tecnología Desarollada), insisto, ahora, es circo para los
medios. Pero armemos opiniones, críticas, y propuestas para que esto cambie
Digo esto porque
dediqué una buena parte de mi vida a este tema, entonces no puedo dejar de
cuestionar que, cuando se pudo desarrollar y aplicar estrategias de
incorporación de las NTICs porque es lo que demanda la sociedad, se hizo en
forma tibia, sobre todo en la asignación presupuestaria. Ahora se podría tener,
no solo las plataformas, sino también las habilidades y hábitos necesarios para
que sean una real alternativa en esta situación de crisis.
La política en
serio es otra cosa.
Esto no
solo pasa en Educación, y agrego el comienzo de una nota que me llegó:
Nuevas formas de trabajar en la empresa del futuro
Future Work
Forum, Hampshire, Reino Unido
Thomson, P., “Nuevas formas de trabajar en la
empresa del futuro”, en Reinventar la empresa en la era digital, Madrid,
BBVA, 2014.
Peter
Thomson argumenta que las empresas siguen aplicando prácticas de la época
industrial a patrones de la nueva era de la información. En un mundo de
individuos en red y emprendedores autónomos, las empresas siguen gestionadas
mediante sistemas jerárquicos de cadena de mando. Estamos en plena revolución
de la información y nos enfrentamos a cambios fundamentales en nuestra manera
de vivir y de trabajar. La diferencia está en que la revolución en curso ha
supuesto en una sola década tantos cambios como la industrial a lo largo de un
siglo. Según Thomson, los factores que impulsan esta avalancha de cambios son
el trabajo inteligente/flexible y la creciente demanda de equilibrio entre vida
profesional y personal y satisfacción en el trabajo. Para que esta transformación
funcione, es necesaria una revolución en las prácticas de gestión.
Nos encontramos en una confluencia interesante
en la historia del trabajo. Conservamos prácticas laborales de la era
industrial de los últimos doscientos años que conviven con los nuevos patrones
de trabajo de la era de la información. Las organizaciones se siguen
gestionando como sistemas jerarquizados de cadena de mando en un mundo de
individuos en red y emprendedores autónomos.
Ya que estamos afrontando crisis que ponen en cuestión
la vida en su conjunto, con países cerrados, economía en desplome,
cuestionamiento de políticas neoliberales que han descuidado la salud y la
educación públicas, parece que ha llegado el momento de pedir, clara y
organizadamente, a los Gobiernos y a los que aspiran a serlo, que implementen
proyectos que mejoren nuestra calidad de vida, y hablo de la mayoría de la
sociedad, no solo las minorías privilegiadas de nuestros países.
En general, cuando tenemos que votar no hacemos esto,
y nos dejamos engañar por slogans de campaña.
Exijamos
propuestas en serio y vigilemos que se cumplan.
Más de una vez he sostenido que la gestión de Cornejo no
tan buena como la imagen que se vendió, y que muchos/as mendocinos/as compraron
llenos de alegría por ser parte de ese 40% que no votaba al peronismo.
Ya he escrito
sobre ese conservadurismo menduco, así que no insistiré, pero sí lo haré con
que no supieron ver la realidad de Mendoza y el daño que causó el macrismo
local y nacional. Para colmo, veníamos de dos malas gestiones peronistas, o sea
que, sobre llovido, mojado.
La democracia le
debe a Mendoza un Gobierno con un proyecto político en serio, y capaz de
generar el acuerdo que necesitamos para que se transforme en una política de
Estado que nos saque de este deterioro político, social y económico cada vez
más profundo.
También he mencionado que el Rody Suárez va a
pagar las consecuencias de estos errores, ya lo está haciendo, pero los que
sufriremos –como venimos haciéndolo- seremos los mendocinos.
Lean esta nota, olvídense de sus prejuicios, y
abran los ojos, aunque no más sea para entender mejor la realidad y poder
afrontarla mejor.
Ha concluido el
mandato del Lic. Alfredo Cornejo como Gobernador de la Provincia de Mendoza y
es necesario hacer un balance de la economía local. Para tal objetivo me
permito partir de datos sobre el comportamiento de algunas variables
macroeconómicas.
La administración
Cornejo siempre puso de relieve que el manejo de las finanzas públicas requiere
de un esfuerzo adicional porque los gobiernos precedentes cometían el mismo
error por ignorancia o concepción intelectual: gastos superiores a los
ingresos, y la evidente ausencia de equilibrio originaba un desbalance de las
cuentas oficiales y el consiguiente freno al diseño de políticas públicas de
crecimiento. A partir de esa simple premisa, se inició un proceso metodológico
e ideológico que hasta la fecha no parece ser la solución.
La gran mayoría
de las medidas diseñadas e instrumentadas, no lograron la solución buscada.
Ante el avance de los problemas económicos, Cornejo ensayó como respuesta
asignar al gobierno nacional la totalidad de la responsabilidad. Posiblemente
culpar a otros de errores propios no es un rasgo de la personalidad de Macri,
sino una estrategia colectivizada de los dirigentes de Cambiemos.
La obstinada
persistencia en declarar a las políticas públicas del peronismo como la única
causa del actual presente, no sólo demuestra cerrazón intelectual, sino también
ausencia de autocrítica.
Al concluir su
mandato Cornejo deja la provincia un 400,8% más endeudada. La composición de la
misma es 60% en dólares y 40% en pesos (Informe de la Deuda Consolidada del
Ministerio de Hacienda y Finanzas). Este solo dato expone claramente que el
futuro de las finanzas públicas de Mendoza está íntimamente ligado a la
volatilidad del tipo de cambio.
El actual
Gobernador Suárez, al igual que su predecesor Cornejo, otorgan a la obra
pública un rol significativo, no sólo por la dinámica que genera en bienes y
servicios, sino por la posibilidad de incorporar mano de obra en poco tiempo.
En el caso del ex gobernador, los datos emitidos por la Asociación de
Fabricantes de Cemento Portland (AFCP) indican que el consumo de cemento de
Mendoza en el año 2019 fue de 557.458 toneladas, que representa un 9,7% menor
al consumo de 2015 (617.186 toneladas). Se debe destacar que en el Producto
Bruto Geográfico (PBG) de Mendoza la construcción pública aporta en promedio el
18% y la privada el 82% restante.
El empleo en
Mendoza recorre el mismo camino que el trazado en la Nación. En el caso de los
asalariados registrados del sector privado (aquellos que cuentan con recibo de
sueldo y acceden a los beneficios de las discusiones salariales encaradas por
los gremios) no han tenido mejor suerte que el resto de la fuerza laboral. El
Observatorio de Empleo y Dinámica Laboral (OEDE) del Ministerio de Trabajo de
la Nación señala que, en Mendoza, al comparar los datos del 2do. trimestre de
2019 con igual período temporal de 2015, la industria manufacturera, la
agricultura y el comercio han perdido de forma conjunta 8.320 empleos. El
sector industrial es el más golpeado con 5.610 empleos, de dicho total.
Asimismo, el Indec, en su publicación “Mercado de trabajo. Tasa e indicadores
socioeconómicos” en base a la EPH, informa que la desocupación del Gran Mendoza
en el 3er trimestre de 2019 fue 8,6%. En el mismo trimestre de 2015 la tasa fue
del 3,1% es decir 2,8 veces menor a la última medición.
¿Qué cambio?
Cornejo y sus
funcionarios no deberían haber dinamizado con ayuda de algunos medios de
comunicación la hipótesis sobre el desmanejo de las cuentas públicas. Existen
razones tanto teóricas como empíricas para desconfiar de ella. Teóricamente, la
argumentación del orden fiscal con sus opciones operativas se asemeja a un libro
de dietas alimenticias cualquiera, basado en reglas prácticas.
Luego de cuatro
años de gestión es claro que la economía mantiene y ha profundizado una
tendencia declinante. La estructura productiva provincial no ha logrado superar
las barreras propias de la inconsistencia de un modelo económico como el
capitalismo neoliberal cuya premisa es la destrucción de actividades
productivas de capital nacional, un creciente proceso de desempleo en el sector
industrial y una generalizada inequidad en la distribución de la riqueza.
El economista
George Akerlof planteó que la economía, al igual que los leones, es salvaje y
peligrosa. Entonces es lógico pensar que el ex gobernador Cornejo no tuvo los
atributos básicos de un domador de leones. El interrogante que subyace en el
presente contexto es si la sociedad mendocina tolerará indiferente la
continuidad de un deterioro económico, que vulnera derechos sociales.
Me resultó
llamativo que la clase política chilena no visualizara la crisis que se les
venía encima: los sorprendió el tsunami, y todavía no reacciona, y menos
todavía el Gobierno que hace todo mal, por lo que se hace difícil ver una
salida por arriba de la situación.
Sin
embargo, había datos y situaciones que permitían pensar en que visión idílica
de la realidad chilena tenía pies de barro. Hace unos años (por el 2013 o 2014)
fui como Coordinador del Área de Vinculación de la UNCuyo a unas Jornadas en
Pilar donde expuso Marco Enríquez-Ominami, ex candidato a la Presidencia de
Chile, el que hizo un análisis bastante crítico de la realidad chilena. Muchos
dijimos que detrás de ese aparente modelo exitoso que era presentado como el
modelo para Latinoamérica había un país muy desigual e inequitativo.
Por eso,
esta nota de Nodal es muy valiosa, porque nos permite entender el modelo
teórico económico chileno, y las razones del –ahora- evidente fracaso. También
nos permite buscar alternativas y medidas esta aparente dicotomía entre
populismo y neoliberalismo.
Ya sabemos
que nos mintieron con la receta para la felicidad económica de los países. Es
más, si miramos lo que sucedió en Grecia, o en otros países latinoamericanos,
es todo lo contrario: es el camino para la infelicidad de los pueblos.
Hay que
buscar otros caminos para el bienestar, nos va la vida en ello.
¿Cómo medimos
el bienestar? El caso de Chile
3 marzo,
2020
Por Nicolás
Oliva (*)
El
disruptivo estallido social de Chile y las masivas protestas en Colombia son
evidencia de un malestar subyacente que eclosionó en el corazón del modelo
neoliberal latinoamericano. La derecha no atiza una respuesta, cierra filas y
revive discursos de la Guerra Fría, mientras que la izquierda cómodamente se
concentra en una reduccionista forma de entender la desigualdad: sube o baja el
índice de Gini. Mientras tanto, la gente hace mucho que no llega a fin de mes.
La
efervescencia del momento político no es sólo el desenlace de un modelo
excluyente; también es el resultado de una forma obsoleta y parcial de medir el
bienestar que, esencialmente, se despreocupa por cuantificar el malestar y las
relaciones de poder que condicionan los resultados que los individuos obtienen
en el mercado. Lo ocurrido en Chile deja una deuda tremenda a los indicadores
de bienestar. ¿Por qué no anticiparon el estallido? ¿El marco teórico que los
sustenta está quedando obsoleto?
60 años de hegemonía de la Teoría del Capital
Humano
La Teoría
de Capital Humano, desarrollada a partir de los trabajos de Gary Becker en los
’60, revolucionó la teoría de bienestar. Tres generaciones de economistas
siguen hablando de bienestar anclados a esta teoría. Para ellos, la desigualdad
está asociada a la renta personal —comparando individuos “iguales”— y es
causada por el poco acceso a salud y educación. La esencia de comparar la renta
personal, sin ningún atributo, es asumir que todos los individuos son iguales,
abstraídos de cualquier condición de clase y que lo único que los diferencia
son sus capacidades iniciales (educación, salud). Bajo este paradigma, las
prescripciones de política son de Perogrullo: hay que invertir en educación y
los individuos “esforzados” a través de la libre competencia del mercado podrán
competir y acceder a empleos bien remunerados.
La Teoría
de Capital Humano tiene sus bases en la antigua teoría marginalista de la
distribución de la renta de inicios del siglo XIX, que señala que la
remuneración del trabajo y del capital es igual a la contribución marginal que
hace cada uno de ellos al producto. Como sentenció J.B Clark, unos de los
pioneros en la teoría marginalista, el ingreso que reciben los trabajadores y
los capitalistas es el resultado de una “ley natural” que remunera a cada
factor con lo que cada uno de ellos contribuyó a crear (producción). Las fallas
de la teoría marginalista de la distribución son muchas, pero es políticamente
atractiva para justificar el statu quo de la distribución de los medios de
producción.
En la
actualidad, hay un consenso generalizado entre los economistas sobre la
afirmación de Clark: no hay que tocar la distribución primaria. Aquellos con
una tradición más socialdemócrata, que han nacido con la evidencia de los
Estados de Bienestar, aceptan que el Estado intervenga ex post sobre la
distribución original a través de impuestos y transferencias, pero nunca ex
ante. En cualquier caso, la idea de Clark subyace en la concepción moderna de
que el Estado solo debe alterar la distribución secundaria del ingreso, una vez
el mercado (distribución primaria) haya asignado eficientemente el ingreso a
cada factor de la producción.
Este
paradigma no siempre fue así. Desde David Ricardo (1817) hasta bien entrado la
década de 1960 el pensamiento económico concebía a la desigualdad como un
fenómeno que no estaba deslindado de las relaciones sociales de producción, en
las que trabajadores y capitalistas disputan parte del valor creado. Las
relaciones capital-trabajo eran parte constitutiva del entendimiento de la
desigualad y la formación de los salarios y los beneficios. Esto de repente
cambia, y a partir de los años 60 como dicen Anthony Atkinson y François
Bourguignion, los economistas se comenzaron a sentir cada vez más incomodos con
preguntas normativas como ¿quién debe tener qué?, y prefirieron resguardarse en
indicadores “objetivos”, dejando fuera del análisis las relaciones de poder, el
stock inicial de riqueza o las relaciones familiares. Poco a poco la
“objetividad” de los indicadores buscaron individuos abstraídos de su condición
de clase para explicar la desigualdad.
El Índice de Desarrollo Humano (IDH):
necesario, pero ya no suficiente
Desde los
años ’90 la influyente teoría de Amartya Sen puso énfasis en la necesidad de
dotar al individuo de las capacidades necesarias para que éste pueda alcanzar
los logros que anhele, es decir, expandir las libertades reales que disfrutan
las personas. Entre estas libertades se pueden mencionar la libertad de
participar en la economía, la participación política, el derecho a exigir
educación y salud, y protección social.
Este marco
sirvió para el desarrollo de lo que se llamó el “Índice de Desarrollo Humano
(IDH)” como una medida alternativa y complementaria a lo que hasta entonces
eran indicadores tradicionales, como el crecimiento del PIB o el equilibrio
fiscal. Básicamente, desde 1990 América Latina viene en una carrera por
alcanzar patrones aceptables de IDH como centralidad de la política social. En
este sentido, el desarrollo se ha entendido como una medida de ampliación de la
dotación de capacidades al individuo para que pueda competir en el mercado.
No queda
duda de que la educación y las capacidades que formen los individuos juegan un
rol central en la creación de condiciones materiales (ingresos) y subjetivas
(calidad de vida). En este sentido, el IDH ha sido un avance sustancial en esa
dirección, ampliando el paradigma del PIB per cápita. No obstante, el IDH
acepta tácitamente que el desarrollo sólo depende de las decisiones de los
individuos en autarquía, dejando de lado las relaciones de poder, las redes
familiares o la concentración del mercado. No pone en debate la cuestión de la
estructura histórica, las instituciones, la captura del Estado y la posibilidad
que la pobreza sea, también, producto de la excesiva riqueza en pocas manos, lo
que altera la democracia y el orden de prioridades de los Estados.
La
concepción de desarrollo del IDH se sustenta en que los individuos con buena
educación podrán competir y acceder a mejores salarios. Por lo tanto ¿qué ocurriría
con la medición del bienestar si los salarios y la distribución de la renta no
están definidos únicamente por la educación de los individuos? Básicamente, el
desarrollo cuenta una historia -aunque cierta-, pero amputada o dislocada de
las relaciones políticas y económicas que definen el desarrollo. En ese sentido
se abre una fractura entre los medios que establecen los estados para la
consecución de los fines y los resultados que se alcanzan.
Chile: un malestar subyacente
Chile es la
paradoja de la métrica del Capital Humano. Todo indica que medir el IDH es
necesario, pero ya no es suficiente. Según el IDH, Chile en el año 1990
ostentaba el segundo puesto entre los países de América Latina (con un índice
de 0.7). Para 2019 alcanzó el primer lugar con un valor de 0.8 en el índice. A
nivel mundial también mejoró, y pasó del puesto 48 al puesto 44. Chile era
reconocido por su estabilidad, institucionalidad y respeto a la inversión. Todo
ello expresado en el crecimiento sostenido del PIB per cápita.
¿Qué ocurrió?
Si
observamos las condiciones de bienestar individual, en efecto las capacidades
materiales y subjetivas pudieron estar avanzando: como se observa, el IDH ha
mejorado y deja a Chile como el mejor país en América Latina (gráfico 1). No
obstante, si ampliamos el marco de referencia y analizamos las relaciones
institucionales que sirvieron de base para que esas condiciones individuales se
den, se perciben algunas fallas importantes, pues se estructuraron sobre tres
supuestos:
Al
privatizar todos los aspectos sociales (educación, pensiones, salud, etc.) se
asumía que los individuos podrían competir en un mercado equilibrado, sin
exceso de poder.
La
educación debía ser pagada por las personas, pues incentiva el esfuerzo
personal (era una inversión). No importaba que los hogares generen deudas por
su educación porque financieramente es rentable: “invierte hoy en tu educación
que mañana te permitirás acceder a un salario de acuerdo a tu productividad
marginal”. La educación era una inversión.
El ahorro
individual (fondos de capitalización) garantizará que la gente pueda ahorrar lo
suficiente para tener una pensión digna en la vejez.
Básicamente,
estos supuestos se asientan en una idea generalizada de la Teoría del Capital
Humano: la educación dará un salario suficiente para vivir, endeudarse y
ahorrar. Esto no ocurrió. Al final del
día, los salarios en porcentaje del PIB vienen en retroceso (gráfico 1):
pasaron de un 37% en 1999 a un 30% en 2018. Por su parte, al retirar al Estado
y buscar garantizar el superávit fiscal lo que ocurrió fue que los hogares
incurrieron en un déficit permanente (ley de contabilidad nacional), lo cual
provocó que deban adquirir deuda para poder permitirse el nivel de vida que la
privatización exigía. En dos décadas la deuda de los hogares fue insostenible:
en porcentaje del PIB pasó de 22% en 2002 a más de 45% en 2018. Para el año 2018 la deuda estudiantil,
producto de la privatización, alcanzaba casi los 10 mil millones de dólares y
cerca del 30% de los estudiantes estaban en mora.
Sin punto final
Chile
apostó para que sea el mercado el garante del ciclo vital de sus ciudadanos:
“con deuda podré educarme, con esa educación tendré un salario bueno para pagar
la deuda y ahorrar para la vejez”. En la práctica, la privatización de la
educación y la salud endeudaron a la gente, el mercado de trabajo remunera mal
y los fondos de pensiones no cumplieron lo que prometieron. Así, los adultos
jóvenes tienen deudas, reciben malos salarios y los ancianos reciben pensiones
indignas. El modelo estalló.
(*) Máster
en Economía del Desarrollo (FLACSO) y en Economía Aplicada (UAB) (Ecuador).
No tenía pensado –ante
el exceso informativo reinante- escribir nada sobre el coronavirus.
Tengo muchas
dudas sobre el tema. Por ejemplo, estoy leyendo una nota que concluye así,
hablando del coronavirus: “El coronavirus no es el fin del mundo ni nada que se
le parezca, es una enfermedad normal, como tantas y con poca mortandad, pero la
manipulación mediática interesada puede llevarnos a una crisis de consecuencias
devastadoras.” (PEDRO LUIS ANGOSTO, 26/02/20, https://www.nuevatribuna.es/opinion/pedro-luis-angosto/coronavirus-sociedad-mentira-global/20200226141141171510.html).
Por lo tanto,
prefiero juntar testimonios y aportes con un grado razonable de fehaciencia y
objetividad. En esa postura, encontré esta nota del New York Times, que me
parece un buen aporte para reflexionar y entender lo que pasa, lo que me parece
esencial en estas épocas en que la (o las) Matrix se han vuelto cada vez más
complejas. Muchos/as (y Argentina no es una excepción, para nada) viven en esta
nueva caverna platónica en la que las sombras que vemos son las que nos
proporcionan los medios de comunicación, los relatores oficiales y las redes
sociales.
Es la paradoja de
que en el momento en que la sociedad del conocimiento nos pone a nuestro
alcance la mayor cantidad de información de la historia del hombre, estamos
volviendo a las conductas y modos de vida del hombre de las cavernas. Nuestro
cerebro más primitivo es el que gobierna nuestros actos, como lo vemos a diario,
tanto a nivel individual como social.
El virus detrás
de las epidemias se llama racismo
El coronavirus y
otras amenazas sanitarias pueden derrotarse, pero la solidaridad, tan poco de
moda, debe enfrentarse a un virus más insidioso: la mezcla de miedo y racismo.
Por Agus Morales
20 de febrero de
2020
BARCELONA — La
amenaza del coronavirus es real. Hay más de 75.000 casos y 2.127 muertos y las
cifras aumentan cada día. El brote ha llegado a dos decenas de países, se han
construido hospitales enormes en China para aislar pacientes y hay ciudades
enteras, con millones de residentes, en cuarentena. La Organización Mundial de
la Salud (OMS) declaró una emergencia global de salud y la comunidad científica
discute sobre si se convertirá en una pandemia.
Pero esta
emergencia sanitaria ha revelado un aspecto aún más tóxico que se manifiesta y
propaga con cualquier tipo de tragedia: el racismo, la convicción de que todo
lo que no sea blanco y occidental origina los males del planeta.
En los primeros
días del brote, el vídeo de una mujer que come una sopa de murciélago corrió
como la pólvora en internet y desató una reacción xenófoba que vio allí la
génesis de la enfermedad. Habría que detenerse en los datos: el vídeo no estaba
grabado en la ciudad china de Wuhan —el epicentro de la nueva cepa de
coronavirus llamada COVID-19—, sino en Palaos (Micronesia) en 2016. Verso y
reverso: las redes sociales son espacio de resistencia, con etiquetas como
#JeNeSuisPasUnVirus o #YoNoSoyUnVirus y protestas antirracistas, pero también
pueden ser el lubricante perfecto para los bulos tanto en países de Asia —con
Indonesia a la cabeza— como en Occidente, donde el racismo se extiende a toda
persona que pueda relacionarse con Asia.
Las ideologías
racistas explotan el miedo: ninguno tan atávico como el biológico. En el
rastreo del origen de una epidemia hay un deber científico, pero cuando desde
el sofá lo asumimos como un deber ciudadano y buscamos la semilla de la
tragedia, el principio de todo, empiezan el morbo y la cacería cultural. En el
imaginario colectivo racista, el coronavirus se sincroniza con los hábitos
alimenticios y costumbres de higiene en China, igual que el ébola que asoló
África Occidental entre 2014 y 2016 se interpreta como una emanación mágica de
la pobreza y de las tradiciones africanas.
Para los países
fuera de Occidente, hay condenas míticas: castigos a civilizaciones enteras, a
culturas que han pecado, a personas que están fuera de lo normativo. Lo
normativo suele ser, claro, lo occidental.
Las epidemias no
son solo casos de infectados y muertos, tratamientos y vacunas: son comunidades
rotas por el estigma, sistemas de salud desbordados y la comprobación,
bochornosa en el caso del ébola, de que los países ricos preferían la ilusión
aislacionista —si el virus no llega aquí, no existe— a la eficiencia de la
cooperación.
La peste de
Albert Camus, un libro necesario para los tiempos que corren, ofrece
soluciones. El doctor Bernard Rieux, protagonista de la novela, lucha por la
vida en Orán, una ciudad argelina infestada por una plaga. El médico tiene una
misión moral: hacer su trabajo de forma abnegada y llamar a las autoridades a
la acción. Las epidemias plantean un dilema: ayudar al otro —que mañana podría
ser yo— o construir un muro. Los virus, tan modernos y tan antiguos, penetran
de forma indiscriminada en nuestros organismos, sin atender a género, origen o
clase social. Nos recuerdan que estamos conectados, que el egoísmo y el
prejuicio son una condena y que la solidaridad es un antídoto necesario.
Camus (o Rieux)
quería decir “algo que se aprende en medio de las plagas: que hay en los
hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio”. Ese lado luminoso
puede ser hoy la cooperación internacional y no las restricciones viajeras
—cuya eficacia no está comprobada, como lo prueba el caso de un británico que
contagió el virus a varias personas en los Alpes sin haber pisado China— o la
rienda suelta a prejuicios racistas.
Por eso el
coronavirus importa. En la era de la mentira viral, la polarización y la
fragilidad de las razones argumentadas, es necesario derribar muros reales,
como el racismo, y simbólicos, como la ilusión de que aislarse es la única vía
hacia la salvación.
Como periodista
que escribe sobre migraciones, he presenciado la construcción de muros físicos
e ideológicos contra personas que huyen: el mar y el desprecio europeo en el
Mediterráneo, la violencia en tránsito de los centroamericanos que cruzan
México para intentar llegar a Estados Unidos, los subsaharianos deportados de
forma masiva en Argelia. Personas a menudo usadas como arma política de
regímenes autoritarios de medio mundo, de grandes potencias y de países ricos.
El racismo hace tiempo que gana la guerra cultural a la solidaridad.
La lucha contra
las epidemias exige sistemas de salud públicos fuertes y una acción
internacional menos hipnotizada por los miedos atávicos y más guiada por la
colaboración política y la razón científica. Liquidar una epidemia requiere un
pacto solidario global, como el que propuso con sus acciones el doctor Rieux en
La peste de Camus.
Agus Morales (@agusmoralespuga) es periodista,
director de Revista 5W y autor del libro No somos refugiados.
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