OJALÁ QUE CHILE SUPERE ESTA CRISIS, PERO APRENDAMOS DE SU EXPERIENCIA

OJALÁ QUE CHILE SUPERE ESTA CRISIS, PERO APRENDAMOS DE SU EXPERIENCIA

Me resultó llamativo que la clase política chilena no visualizara la crisis que se les venía encima: los sorprendió el tsunami, y todavía no reacciona, y menos todavía el Gobierno que hace todo mal, por lo que se hace difícil ver una salida por arriba de la situación.

Sin embargo, había datos y situaciones que permitían pensar en que visión idílica de la realidad chilena tenía pies de barro. Hace unos años (por el 2013 o 2014) fui como Coordinador del Área de Vinculación de la UNCuyo a unas Jornadas en Pilar donde expuso Marco Enríquez-Ominami, ex candidato a la Presidencia de Chile, el que hizo un análisis bastante crítico de la realidad chilena. Muchos dijimos que detrás de ese aparente modelo exitoso que era presentado como el modelo para Latinoamérica había un país muy desigual e inequitativo.

Por eso, esta nota de Nodal es muy valiosa, porque nos permite entender el modelo teórico económico chileno, y las razones del –ahora- evidente fracaso. También nos permite buscar alternativas y medidas esta aparente dicotomía entre populismo y neoliberalismo.

Ya sabemos que nos mintieron con la receta para la felicidad económica de los países. Es más, si miramos lo que sucedió en Grecia, o en otros países latinoamericanos, es todo lo contrario: es el camino para la infelicidad de los pueblos.

Hay que buscar otros caminos para el bienestar, nos va la vida en ello.

¿Cómo medimos el bienestar? El caso de Chile

3 marzo, 2020

Por Nicolás Oliva (*)

El disruptivo estallido social de Chile y las masivas protestas en Colombia son evidencia de un malestar subyacente que eclosionó en el corazón del modelo neoliberal latinoamericano. La derecha no atiza una respuesta, cierra filas y revive discursos de la Guerra Fría, mientras que la izquierda cómodamente se concentra en una reduccionista forma de entender la desigualdad: sube o baja el índice de Gini. Mientras tanto, la gente hace mucho que no llega a fin de mes.

La efervescencia del momento político no es sólo el desenlace de un modelo excluyente; también es el resultado de una forma obsoleta y parcial de medir el bienestar que, esencialmente, se despreocupa por cuantificar el malestar y las relaciones de poder que condicionan los resultados que los individuos obtienen en el mercado. Lo ocurrido en Chile deja una deuda tremenda a los indicadores de bienestar. ¿Por qué no anticiparon el estallido? ¿El marco teórico que los sustenta está quedando obsoleto?

60 años de hegemonía de la Teoría del Capital Humano

La Teoría de Capital Humano, desarrollada a partir de los trabajos de Gary Becker en los ’60, revolucionó la teoría de bienestar. Tres generaciones de economistas siguen hablando de bienestar anclados a esta teoría. Para ellos, la desigualdad está asociada a la renta personal —comparando individuos “iguales”— y es causada por el poco acceso a salud y educación. La esencia de comparar la renta personal, sin ningún atributo, es asumir que todos los individuos son iguales, abstraídos de cualquier condición de clase y que lo único que los diferencia son sus capacidades iniciales (educación, salud). Bajo este paradigma, las prescripciones de política son de Perogrullo: hay que invertir en educación y los individuos “esforzados” a través de la libre competencia del mercado podrán competir y acceder a empleos bien remunerados.

La Teoría de Capital Humano tiene sus bases en la antigua teoría marginalista de la distribución de la renta de inicios del siglo XIX, que señala que la remuneración del trabajo y del capital es igual a la contribución marginal que hace cada uno de ellos al producto. Como sentenció J.B Clark, unos de los pioneros en la teoría marginalista, el ingreso que reciben los trabajadores y los capitalistas es el resultado de una “ley natural” que remunera a cada factor con lo que cada uno de ellos contribuyó a crear (producción). Las fallas de la teoría marginalista de la distribución son muchas, pero es políticamente atractiva para justificar el statu quo de la distribución de los medios de producción.

En la actualidad, hay un consenso generalizado entre los economistas sobre la afirmación de Clark: no hay que tocar la distribución primaria. Aquellos con una tradición más socialdemócrata, que han nacido con la evidencia de los Estados de Bienestar, aceptan que el Estado intervenga ex post sobre la distribución original a través de impuestos y transferencias, pero nunca ex ante. En cualquier caso, la idea de Clark subyace en la concepción moderna de que el Estado solo debe alterar la distribución secundaria del ingreso, una vez el mercado (distribución primaria) haya asignado eficientemente el ingreso a cada factor de la producción.

Este paradigma no siempre fue así. Desde David Ricardo (1817) hasta bien entrado la década de 1960 el pensamiento económico concebía a la desigualdad como un fenómeno que no estaba deslindado de las relaciones sociales de producción, en las que trabajadores y capitalistas disputan parte del valor creado. Las relaciones capital-trabajo eran parte constitutiva del entendimiento de la desigualad y la formación de los salarios y los beneficios. Esto de repente cambia, y a partir de los años 60 como dicen Anthony Atkinson y François Bourguignion, los economistas se comenzaron a sentir cada vez más incomodos con preguntas normativas como ¿quién debe tener qué?, y prefirieron resguardarse en indicadores “objetivos”, dejando fuera del análisis las relaciones de poder, el stock inicial de riqueza o las relaciones familiares. Poco a poco la “objetividad” de los indicadores buscaron individuos abstraídos de su condición de clase para explicar la desigualdad.

El Índice de Desarrollo Humano (IDH): necesario, pero ya no suficiente

Desde los años ’90 la influyente teoría de Amartya Sen puso énfasis en la necesidad de dotar al individuo de las capacidades necesarias para que éste pueda alcanzar los logros que anhele, es decir, expandir las libertades reales que disfrutan las personas. Entre estas libertades se pueden mencionar la libertad de participar en la economía, la participación política, el derecho a exigir educación y salud, y protección social.

Este marco sirvió para el desarrollo de lo que se llamó el “Índice de Desarrollo Humano (IDH)” como una medida alternativa y complementaria a lo que hasta entonces eran indicadores tradicionales, como el crecimiento del PIB o el equilibrio fiscal. Básicamente, desde 1990 América Latina viene en una carrera por alcanzar patrones aceptables de IDH como centralidad de la política social. En este sentido, el desarrollo se ha entendido como una medida de ampliación de la dotación de capacidades al individuo para que pueda competir en el mercado.

No queda duda de que la educación y las capacidades que formen los individuos juegan un rol central en la creación de condiciones materiales (ingresos) y subjetivas (calidad de vida). En este sentido, el IDH ha sido un avance sustancial en esa dirección, ampliando el paradigma del PIB per cápita. No obstante, el IDH acepta tácitamente que el desarrollo sólo depende de las decisiones de los individuos en autarquía, dejando de lado las relaciones de poder, las redes familiares o la concentración del mercado. No pone en debate la cuestión de la estructura histórica, las instituciones, la captura del Estado y la posibilidad que la pobreza sea, también, producto de la excesiva riqueza en pocas manos, lo que altera la democracia y el orden de prioridades de los Estados.

La concepción de desarrollo del IDH se sustenta en que los individuos con buena educación podrán competir y acceder a mejores salarios. Por lo tanto ¿qué ocurriría con la medición del bienestar si los salarios y la distribución de la renta no están definidos únicamente por la educación de los individuos? Básicamente, el desarrollo cuenta una historia -aunque cierta-, pero amputada o dislocada de las relaciones políticas y económicas que definen el desarrollo. En ese sentido se abre una fractura entre los medios que establecen los estados para la consecución de los fines y los resultados que se alcanzan.

Chile: un malestar subyacente

Chile es la paradoja de la métrica del Capital Humano. Todo indica que medir el IDH es necesario, pero ya no es suficiente. Según el IDH, Chile en el año 1990 ostentaba el segundo puesto entre los países de América Latina (con un índice de 0.7). Para 2019 alcanzó el primer lugar con un valor de 0.8 en el índice. A nivel mundial también mejoró, y pasó del puesto 48 al puesto 44. Chile era reconocido por su estabilidad, institucionalidad y respeto a la inversión. Todo ello expresado en el crecimiento sostenido del PIB per cápita.

¿Qué ocurrió?

Si observamos las condiciones de bienestar individual, en efecto las capacidades materiales y subjetivas pudieron estar avanzando: como se observa, el IDH ha mejorado y deja a Chile como el mejor país en América Latina (gráfico 1). No obstante, si ampliamos el marco de referencia y analizamos las relaciones institucionales que sirvieron de base para que esas condiciones individuales se den, se perciben algunas fallas importantes, pues se estructuraron sobre tres supuestos:

Al privatizar todos los aspectos sociales (educación, pensiones, salud, etc.) se asumía que los individuos podrían competir en un mercado equilibrado, sin exceso de poder.

La educación debía ser pagada por las personas, pues incentiva el esfuerzo personal (era una inversión). No importaba que los hogares generen deudas por su educación porque financieramente es rentable: “invierte hoy en tu educación que mañana te permitirás acceder a un salario de acuerdo a tu productividad marginal”. La educación era una inversión.

El ahorro individual (fondos de capitalización) garantizará que la gente pueda ahorrar lo suficiente para tener una pensión digna en la vejez.

Básicamente, estos supuestos se asientan en una idea generalizada de la Teoría del Capital Humano: la educación dará un salario suficiente para vivir, endeudarse y ahorrar.  Esto no ocurrió. Al final del día, los salarios en porcentaje del PIB vienen en retroceso (gráfico 1): pasaron de un 37% en 1999 a un 30% en 2018. Por su parte, al retirar al Estado y buscar garantizar el superávit fiscal lo que ocurrió fue que los hogares incurrieron en un déficit permanente (ley de contabilidad nacional), lo cual provocó que deban adquirir deuda para poder permitirse el nivel de vida que la privatización exigía. En dos décadas la deuda de los hogares fue insostenible: en porcentaje del PIB pasó de 22% en 2002 a más de 45% en 2018.  Para el año 2018 la deuda estudiantil, producto de la privatización, alcanzaba casi los 10 mil millones de dólares y cerca del 30% de los estudiantes estaban en mora.

Sin punto final

Chile apostó para que sea el mercado el garante del ciclo vital de sus ciudadanos: “con deuda podré educarme, con esa educación tendré un salario bueno para pagar la deuda y ahorrar para la vejez”. En la práctica, la privatización de la educación y la salud endeudaron a la gente, el mercado de trabajo remunera mal y los fondos de pensiones no cumplieron lo que prometieron. Así, los adultos jóvenes tienen deudas, reciben malos salarios y los ancianos reciben pensiones indignas. El modelo estalló.

(*) Máster en Economía del Desarrollo (FLACSO) y en Economía Aplicada (UAB) (Ecuador).

CELAG

QUITEMOS LA MÁSCARA DEL CORONAVIRUS, Y VEAMOS LA REALIDAD, NO LA MATRIX

QUITEMOS LA MÁSCARA DEL CORONAVIRUS, Y VEAMOS LA REALIDAD, NO LA MATRIX

No tenía pensado –ante el exceso informativo reinante- escribir nada sobre el coronavirus.

Tengo muchas dudas sobre el tema. Por ejemplo, estoy leyendo una nota que concluye así, hablando del coronavirus: “El coronavirus no es el fin del mundo ni nada que se le parezca, es una enfermedad normal, como tantas y con poca mortandad, pero la manipulación mediática interesada puede llevarnos a una crisis de consecuencias devastadoras.” (PEDRO LUIS ANGOSTO, 26/02/20, https://www.nuevatribuna.es/opinion/pedro-luis-angosto/coronavirus-sociedad-mentira-global/20200226141141171510.html).

Por lo tanto, prefiero juntar testimonios y aportes con un grado razonable de fehaciencia y objetividad. En esa postura, encontré esta nota del New York Times, que me parece un buen aporte para reflexionar y entender lo que pasa, lo que me parece esencial en estas épocas en que la (o las) Matrix se han vuelto cada vez más complejas. Muchos/as (y Argentina no es una excepción, para nada) viven en esta nueva caverna platónica en la que las sombras que vemos son las que nos proporcionan los medios de comunicación, los relatores oficiales y las redes sociales.

Es la paradoja de que en el momento en que la sociedad del conocimiento nos pone a nuestro alcance la mayor cantidad de información de la historia del hombre, estamos volviendo a las conductas y modos de vida del hombre de las cavernas. Nuestro cerebro más primitivo es el que gobierna nuestros actos, como lo vemos a diario, tanto a nivel individual como social.

El virus detrás de las epidemias se llama racismo

El coronavirus y otras amenazas sanitarias pueden derrotarse, pero la solidaridad, tan poco de moda, debe enfrentarse a un virus más insidioso: la mezcla de miedo y racismo.

Por Agus Morales

20 de febrero de 2020

BARCELONA — La amenaza del coronavirus es real. Hay más de 75.000 casos y 2.127 muertos y las cifras aumentan cada día. El brote ha llegado a dos decenas de países, se han construido hospitales enormes en China para aislar pacientes y hay ciudades enteras, con millones de residentes, en cuarentena. La Organización Mundial de la Salud (OMS) declaró una emergencia global de salud y la comunidad científica discute sobre si se convertirá en una pandemia.

Pero esta emergencia sanitaria ha revelado un aspecto aún más tóxico que se manifiesta y propaga con cualquier tipo de tragedia: el racismo, la convicción de que todo lo que no sea blanco y occidental origina los males del planeta.

En los primeros días del brote, el vídeo de una mujer que come una sopa de murciélago corrió como la pólvora en internet y desató una reacción xenófoba que vio allí la génesis de la enfermedad. Habría que detenerse en los datos: el vídeo no estaba grabado en la ciudad china de Wuhan —el epicentro de la nueva cepa de coronavirus llamada COVID-19—, sino en Palaos (Micronesia) en 2016. Verso y reverso: las redes sociales son espacio de resistencia, con etiquetas como #JeNeSuisPasUnVirus o #YoNoSoyUnVirus y protestas antirracistas, pero también pueden ser el lubricante perfecto para los bulos tanto en países de Asia —con Indonesia a la cabeza— como en Occidente, donde el racismo se extiende a toda persona que pueda relacionarse con Asia.

Las ideologías racistas explotan el miedo: ninguno tan atávico como el biológico. En el rastreo del origen de una epidemia hay un deber científico, pero cuando desde el sofá lo asumimos como un deber ciudadano y buscamos la semilla de la tragedia, el principio de todo, empiezan el morbo y la cacería cultural. En el imaginario colectivo racista, el coronavirus se sincroniza con los hábitos alimenticios y costumbres de higiene en China, igual que el ébola que asoló África Occidental entre 2014 y 2016 se interpreta como una emanación mágica de la pobreza y de las tradiciones africanas.

Para los países fuera de Occidente, hay condenas míticas: castigos a civilizaciones enteras, a culturas que han pecado, a personas que están fuera de lo normativo. Lo normativo suele ser, claro, lo occidental.

Las epidemias no son solo casos de infectados y muertos, tratamientos y vacunas: son comunidades rotas por el estigma, sistemas de salud desbordados y la comprobación, bochornosa en el caso del ébola, de que los países ricos preferían la ilusión aislacionista —si el virus no llega aquí, no existe— a la eficiencia de la cooperación.

La peste de Albert Camus, un libro necesario para los tiempos que corren, ofrece soluciones. El doctor Bernard Rieux, protagonista de la novela, lucha por la vida en Orán, una ciudad argelina infestada por una plaga. El médico tiene una misión moral: hacer su trabajo de forma abnegada y llamar a las autoridades a la acción. Las epidemias plantean un dilema: ayudar al otro —que mañana podría ser yo— o construir un muro. Los virus, tan modernos y tan antiguos, penetran de forma indiscriminada en nuestros organismos, sin atender a género, origen o clase social. Nos recuerdan que estamos conectados, que el egoísmo y el prejuicio son una condena y que la solidaridad es un antídoto necesario.

Camus (o Rieux) quería decir “algo que se aprende en medio de las plagas: que hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio”. Ese lado luminoso puede ser hoy la cooperación internacional y no las restricciones viajeras —cuya eficacia no está comprobada, como lo prueba el caso de un británico que contagió el virus a varias personas en los Alpes sin haber pisado China— o la rienda suelta a prejuicios racistas.

Por eso el coronavirus importa. En la era de la mentira viral, la polarización y la fragilidad de las razones argumentadas, es necesario derribar muros reales, como el racismo, y simbólicos, como la ilusión de que aislarse es la única vía hacia la salvación.

Como periodista que escribe sobre migraciones, he presenciado la construcción de muros físicos e ideológicos contra personas que huyen: el mar y el desprecio europeo en el Mediterráneo, la violencia en tránsito de los centroamericanos que cruzan México para intentar llegar a Estados Unidos, los subsaharianos deportados de forma masiva en Argelia. Personas a menudo usadas como arma política de regímenes autoritarios de medio mundo, de grandes potencias y de países ricos. El racismo hace tiempo que gana la guerra cultural a la solidaridad.

La lucha contra las epidemias exige sistemas de salud públicos fuertes y una acción internacional menos hipnotizada por los miedos atávicos y más guiada por la colaboración política y la razón científica. Liquidar una epidemia requiere un pacto solidario global, como el que propuso con sus acciones el doctor Rieux en La peste de Camus.

Agus Morales (@agusmoralespuga) es periodista, director de Revista 5W y autor del libro No somos refugiados.

LIDERAZGO Y PROYECTO POLÍTICO

LIDERAZGO Y PROYECTO POLÍTICO

Esta nota de El Ancasti me sirve como contexto para analizar un tema que ha tenido –y tiene- mucho que ver con la política en América del Sur (me limito a este ámbito solo por interés, aunque podría aplicarse a otros).

La nota hace un análisis bastante elemental y desde una visión anti populista, en el sentido que los poderes centrales han utilizado desde hace un tiempo para descalificar a los Gobiernos de base popular y nacional.

Por supuesto, es real que la concentración de poder político en un dirigente, sin renovación y sin participación de los militantes, es negativa y afecta al desarrollo político de un país y a la región. Sin embargo, establecer una relación directa entre este problema y el subdesarrollo no tiene justificación racional, salvo desde el prejuicio ideológico que señalo más arriba.

Pero el problema es más profundo, y tiene que ver con la naturaleza de la política: esta tiene que ver con la felicidad y la realización de los pueblos, y debe concretarse desde un proyecto político de esos mismos pueblos. Lo dijo Perón: “Mi único heredero es el pueblo”, aunque no pudo en vida consolidar un proyecto político que posibilitara un desarrollo que nos pusiera a salvo de los cíclicos vaivenes que hemos vivido, como nos sucede ahora mismo. No sabemos qué hubiera pasado si los militares no hubieran interrumpido la democracia tantas veces desde 1930 en adelante, pero seguramente los países de América del Sur y sus dirigentes hubieran tenido mejores posibilidades de éxito.

Por eso, antes de comentar el tema del liderazgo, quiero declarar terminantemente que esta “debilidad de las instituciones de la democracia”, como descalifica la nota, tiene un factor causal determinante que es el de las interrupciones de los procesos democráticos en América Latina por gobiernos de facto encabezados por militares y civiles, como estamos viendo en Bolivia en un triste reverdecer de viejas prácticas contra los Gobiernos que buscan concretar países más justos y equitativos.

Pero también es real que esos avances anti democráticos aprovechan debilidades de los proyectos de base popular y nacional, como fracasos de planes económicos. Estos muchas veces han sido provocados o agudizados por aquellos poderes centrales y grupos económicos concentrados que actúan conjuntamente, con acciones de lockout empresario o, directamente, con bloqueos económicos salvajes, como en Cuba o Venezuela.

Por lo tanto, es clave consolidar los proyectos políticos con más y mejor política: estamos hablando de participación y organización social, en un país mejor que ponga en marcha estrategias y políticas de Estado eficientes. Para esto hay que abrir el juego: no sirven los grupos reducidos de Gobierno: la gente tiene que participar válidamente, no siendo invitados para leerles conclusiones ya elaboradas, como aplaudidores, sino para aportar y ser parte del proyecto.

Veamos los ejemplos de Ecuador y Bolivia: en ambos casos fueron Gobiernos valorados por sus sociedades, pero que fracasaron al tener que pasar el mando a otros dirigentes. Tanto Evo como Correa no pudieron –o no supieron- encontrar sucesores que le dieran continuidad al proyecto político. Lenin Moreno en Ecuador traicionó la propuesta volcándose a un modelo neoliberal. Evo quiso perpetuarse, pero les dio la oportunidad a los grupos de derecha que estaban esperando el momento para recuperar el poder.

“La organización vence al tiempo”, decía Perón, y esa definición sigue teniendo total validez.

Lamentablemente, ese combo de debilidad política y acciones organizadas de EEUU y poderes económicos concentrados (recordemos el papel de los medios de comunicación como Clarín y O Globo o las tramoyas de law fare que hemos vivido) consiguió que Gobiernos como el de Correa, Evo Morales y Lula fueran reemplazados por Lenin Moreno, Añez y Bolsonaro.

No quiero hacer el planteo simplista de que basta con organización y participación popular para que los proyectos políticos se mantengan y triunfen, porque la política de un país es más compleja, pero, con certeza, afirmo que son imprescindibles para que los países de América del Sur podamos desarrollar un proyecto continental como el que nos permitiría defender nuestros intereses, historia y modo de vida.

Liderazgos personalistas y subdesarrollo

domingo, 23 de febrero de 2020

https://www.elancasti.com.ar/opinion/2020/2/23/liderazgos-personalista-subdesarrollo-427197.html

Los liderazgos personalistas, tan propios en la política argentina y por lo general de la política de los países de Latinoamérica, deberían ser caracterizados como la evidencia de una debilidad de las instituciones de la democracia. Incluso como un rasgo que delata subdesarrollo.

Lo importante en política no deberían ser tanto los hombres y mujeres que se postulan para ejercer cargos públicos a través de las estructuras políticas, sino las ideas que sustentan el funcionamiento de los partidos que compiten electoralmente.

Por cierto, siempre es necesario que haya liderazgos, hombres y mujeres que tengan una ascendencia mayor que el resto de los dirigentes, que señalen el camino a seguir y que sean referentes del resto de los militantes, adherentes y simpatizantes de sus fuerzas políticas. Pero un líder no puede convertirse en imprescindible, porque desnaturaliza el espíritu de la democracia y más temprano que tarde termina condicionando, y debilitando el contenido ideológico del partido que encabeza.

El peronismo ha tenido desde su aparición en la vida política argentina fuertes liderazgos personalistas que han provocado, a través de las distintas etapas de la historia argentina de los últimos 70 años, notorias dificultades para generar los reemplazos necesarios.

Un líder político no puede convertirse en imprescindible porque desnaturaliza el espíritu de la democracia.

Hoy, el debate sobre la necesidad de renovar o replantear el liderazgo se da en la oposición nacional, potenciada por el regreso a la actividad política de Mauricio Macri. El radicalismo, que fue clave para los triunfos electorales de Cambiemos en 2015 y 2017, paradójicamente tuvo un papel insignificante durante el Gobierno finalizado el 10 de diciembre pasado. Y por esa razón, luego de la derrota electoral, aunque por el momento no peligra la continuidad de la alianza con el Pro, no está dispuesto a aceptar que el expresidente tenga un rol preponderante.

Alfredo Cornejo, presidente de la UCR, ya lo anticipó con claridad: “No va a haber un líder único” de la oposición, dijo, agregó que Macri cometió un “abuso” del “empoderamiento” que le dio el radicalismo y remató sosteniendo que “no puede y no va a haber un líder único de la oposición y no lo ha habido desde la muerte de Raúl Alfonsín”.

El primer paso para empezar a resolver los problemas que generan los personalismos en política es un reconocimiento de la necesidad de que no haya liderazgos únicos, absolutos, que hegemonicen las decisiones y, de ese modo, empobrezcan el resultado de las políticas que resulten de esas disposiciones tomadas en soledad o, a lo sumo, en el contexto mezquino de una “mesa chica” de dirigentes.

No es solo un problema de la dirigencia, sino en general de la sociedad, que no solo tolera, sino que además alienta las conducciones políticas personalistas.

Es, en definitiva, un problema cultural que solo se resuelve con más democracia y construcción de ciudadanía: mayor apertura de los partidos políticos, aceptación de las voces críticas, generación de espacios de discusión donde todas las opiniones sean respetadas, creación de estructuras participativas en las tomas de decisiones, y educación para la democracia en las escuelas.

PARA ENTENDER BIEN EL TEMA QUE VA A MARCAR EL FUTURO DE LOS ARGENTINOS: EL FMI

PARA ENTENDER BIEN EL TEMA QUE VA A MARCAR EL FUTURO DE LOS ARGENTINOS: EL FMI

PARA ENTENDER BIEN EL TEMA QUE VA A MARCAR EL FUTURO DE LOS ARGENTINOS: EL FMI

 

Una pregunta provocativa: ¿A quién realmente prestó el FMI? – Por J. Peter Meuli

 

Por J. Peter Meuli – Consultor, Economista y MBA de la Escuela de Negocios de la Columbia University, New York.

https://www.losandes.com.ar/article/view?slug=una-pregunta-provocativa-a-quien-realmente-presto-el-fmi-por-j-peter-meuli

 

La idea de crear el Fondo Monetario Internacional nace en una reunión de las Naciones Unidas en 1944 en Bretton Woods (USA). Los representantes de 44 gobiernos aliados de la Segunda Guerra Mundial acordaron establecer un marco de cooperación económica con el fin de evitar que se repitieran los círculos viciosos de devaluaciones, que ayudaron a provocar la Gran Depresión de los años treinta. El FMI empezó sus actividades operativas en marzo de 1947 con el principal objetivo de asegurar la estabilidad monetaria internacional.

Este sistema, de acuerdo con los fundadores, fue considerado esencial para el fomento de un crecimiento económico sostenible, mejorar los niveles de vida y reducir los índices de pobreza.

Hoy, 187 países son miembros del Fondo Monetario Internacional. Sin embargo, en las últimas dos décadas, la institución ha sido fuertemente criticada, sobre todo por el rol cada vez más dominante de los países desarrollados dentro de la organización y por su filosofía de capitalismo neoliberal.

Y ahora la pregunta: ¿cuál ha sido el verdadero destino de los 44,3 mil millones de dólares del préstamo, desembolsados en 2019, y con qué fin?

Una casi inimaginable, inmensa suma que ahora figura en los libros contables de nuestra patria como “deuda externa”.

¿Se trata realmente de un préstamo que mejoró los niveles de vida de nuestra sociedad y que ayudó a reducir la pobreza?

Con toda humildad, yo no lo veo así.

Hoy, el total de nuestra “deuda externa” está en 314 mil millones de dólares, lo que representa más que un 75% del PBI. Además, ahora, en 2020, deberíamos cancelar unos 23 mil millones de dólares, un impagable 5% del Producto Bruto Interno.

Seamos sinceros y realistas: el Gobierno anterior sostiene que el 83% de los 44,3 mil millones se han usado para cancelar deudas…  pero eso tampoco lo veo así.

Entonces, ¿cuál fue el verdadero destino de los 44,3 mil millones de dólares y cuál ha sido la motivación del Fondo de otorgar semejante suma a la Administración anterior?

Mis simples cálculos (todos en base a números publicados y suministrados por el Gobierno anterior) demuestran claramente que 22 mil millones de dólares fueron usados en menos de 24 meses para intervenciones en el mercado cambiario, tratando de evitar/postergar la inevitable suba del dólar.

Para incentivar al inversor de no refugiarse en la moneda norteamericana, subieron las tasas en pesos a un nivel fatal e insostenible (arriba del 80%); fatal para el funcionamiento de una economía sana; fatal e insostenible para el funcionamiento de cualquier economía, provocando el inicio de una intolerable, insoportable recesión.

El precio real de esta medida, usando el vehículo de los Leliq, nos ha costado unos incomprensibles 12 mil millones de dólares, con el triste resultado de haber beneficiado al sistema bancario, al inversor extranjero especulador y matado miles de Pymes.

Sumando los 22 mil millones dedicados a la intervención cambiaria y los 12 mil millones para “incentivar al inversor de no refugiarse en la moneda norteamericana”, llegamos a 34 mil millones de dólares lo que equivale a un 77% del total del préstamo.

Entonces, volviendo a la pregunta del título de la nota, ¿a quién, realmente, prestó el FMI? ¿No seríamos la Nación más feliz del mundo (desde el punto de vista financiero/tributario) y con un Presidente que no se puede borrar la sonrisa de su cara, si hoy pudiéramos disponer de los 23 mil millones mal gastados, cancelando la totalidad de nuestros compromisos de 2020? Es más, los restantes 11 mil millones hubieran sido suficientes para dar un empuje importante a la recesiva economía y todo eso sin una dolorosa “Ley de Solidaridad” y sin un castigador dólar turista.

¿Así que el famoso, irresponsable préstamo de los 44,3 mil millones de dólares realmente representa una deuda que tenemos que asumir todos los argentinos, o fue simplemente un “aporte” del FMI a la campaña presidencial del Sr. Macri, orquestado por los socios ricos del Fondo e implementado por la Sra. Christine Lagarde?

ADOLFO ARIZA

ADOLFO ARIZA

Autor del Blog

La actualidad de Argentina y el Mundo, Noticias vistas desde Mendoza por el Profesor Adolfo Ariza. Realidad, Información y Medios de Prensa en notas con una mirada local y abierta.

Profesor y Licenciado en Literatura. Coordinador Área de Vinculación – Secretaría Desarrollo Institucional – UNCuyo entre 2008 y 2014 (Desarrollo Emprendedor). Responsable de Kusca Gestión Colaborativa para Empresas.

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CUANDO HABLAMOS DE CLASE MEDIA, ¿TENEMOS EN CLARO DE QUÉ HABLAMOS?

CUANDO HABLAMOS DE CLASE MEDIA, ¿TENEMOS EN CLARO DE QUÉ HABLAMOS?

CUANDO HABLAMOS DE CLASE MEDIA, ¿TENEMOS EN CLARO DE QUÉ HABLAMOS?

 

Todos/as, en algún momento, hablamos de clase media, inclusive, nos enorgullecemos de que en Argentina existiera ese sector social. Recuerdo que, desde que era chico, los mendocinos hablábamos de que la diferencia entre Chile y Argentina era que allá solo había clase alta y baja.

Es probable que, si nos piden que describamos esa clase media que mencionamos, haya diferencias entre las características que demos de ella. Sin embargo, la clase media es una, ¿o no?

A poco que lo pensemos, no, claro, y la nota que publica página 12 lo plantea con toda claridad.

Creo que esta lectura es una ayuda para los que quieren entender mejor a Argentina; además, porque defender a esta clase media, que viene siendo golpeada desde bastante, sobre todo por el macrismo, que creía en un modelo de país como Australia o Chile, y no la favoreció en nada, al contrario, la perjudicó. Charlé con algunos sin techo de la CABA, y todos/as habían pertenecido a ella, y ahora estaban en la indigencia.

ESPERO QUE LES SEA ÚTIL.

 

¿Cuántas clases medias caben en la clase media?

Por Alfredo Serrano Mancilla

https://www.pagina12.com.ar/246434-cuantas-clases-medias-caben-en-la-clase-media

Imagen: Télam

Es cada vez más común que todo lo que acontece políticamente se explique en torno a una creciente y omnipresente categoría, la “clase media”. Este término monopoliza la mayoría de interpretaciones posibles a la hora de justificar los comportamientos sociológicos y políticos, y por supuesto, las preferencias electorales. Seguramente por comodidad y simpleza, da igual lo que suceda, porque todo tiene argumentativamente a la clase media como factor común.

En estos últimos años se han sucedido importantes fenómenos políticos aparentemente inesperados y novedosos en América Latina: la llegada de AMLO al gobierno de México con una amplia mayoría, la victoria electoral de Bolsonaro en Brasil, las protestas sociales en Chile y Colombia, también la imposibilidad de Lenín Moreno de dar estabilidad a Ecuador, el fin de Macri en Argentina a manos de la propuesta progresista de Alberto y Cristina, la derrota del Frente Amplio en Uruguay, y cómo no, el golpe de Estado en Bolivia. Todos estos hechos políticos y/o electorales han sido explicados recurrentemente y en gran medida por un mismo grupo económico y social, el de la clase media.

Y si tanta capacidad explicativa tiene, lo pertinente sería comenzar por preguntarse qué es exactamente eso de la clase media. Para ello, debemos partir de dos premisas básicas, que de no considerarlas podríamos llegar a sesgar cualquier interpretación posterior.

  1. La clase media no es un bloque monolítico ni homogéneo.

Según la CEPAL, el estrato medio aumentó de 136 millones a 250 millones de personas entre 2002 y 2017 en la región latinoamericana. Sin embargo, no todos esos millones de personas son idénticas. No lo son en su capacidad económica ni tampoco en su lógica aspiracional.

La mayoría de los organismos internacionales, en las últimas décadas, ya subclasificaron esta categoría tan amplia. A veces usan términos como el “media-baja” y “media-alta”; o incluso aparece una nueva categoría que es esa de “casi clase media”, bautizada por el Banco Mundial para denominar a aquellos que están justo un poco por encima del umbral de la pobreza, pero que son susceptibles de regresar en cualquier momento a ser pobres.

No obstante, esta desagregación tampoco es suficiente para captar la gran heterogeneidad existente al interior de estas 250 millones de personas que viven de manera muy diversa en Latinoamérica. En esa categoría hay dinámicas completamente contrapuestas. Por ejemplo, no es lo mismo aquella familia que luego de años llega a tener niveles (de educación, trabajo, salud, propiedad, ingresos) de clase media que otra que estuvo siempre en ese nivel. Como diría Alvaro García Linera, no tiene nada que ver la clase media de origen popular en Bolivia -que, según encuesta Celag es con la que se autopercibe un tercio de la población- con aquella la clase media tradicional (que es media no por densidad sino porque se encontraba en medio de una clase baja multitudinaria y otra clase, alta y muy reducida). Tampoco tendría ningún sentido equiparar la clase media recién llegada con aquella que fue alta pero que acabó siendo clase media por múltiples razones económicas, sociales o políticas.

Es por ello imposible tratar por igual a un grupo tan diverso en su capacidad económica, en sus niveles educativos, en sus hábitos culturales, y más aún si queremos hacerlo en relación a su lógica aspiracional. Si bien es cierto que hay un “comportamiento imitador” de aquella ciudadanía que asciende y mejora, no es verdad que las aspiraciones sean las mismas con aquella otra porción de la clase media que desea ser alta; o con aquella otra que tiene tradición histórica de pertenecer a ese grupo social, con usos y costumbres arraigados, sólidos, que hacen que la subjetividad se diferencie de los ciudadanos que aún están en esa fase de movilidad social y siempre con una sensación más bien de tránsito, del “querer llegar a ser”.

  1. La segunda premisa es que la clase media no puede ser un concepto importado de otras latitudes.

No se puede trasladar ahistóricamente la concepción de clase media europea a Ecuador, ni la de Argentina a Bolivia, ni la mexicana a Chile. Cualquier “epistemicidio”, como diría Boaventura De Sousa, para sustituir una episteme externa por la propia suele hacer mucho daño en cualquier análisis. Y con la clase media esto es lo que sucede constantemente. Es frecuente presuponer que los comportamientos de la clase media son similares en todas partes, como si no hubiera historia específica de cada país y, mucho peor, como si la distribución del ingreso fuera la misma en cada lugar. Por ejemplo, no podemos comparar de ninguna manera aquella distribución en un país cuya clase media es multitudinaria con aquel otro en el que su clase media es una pequeña porción entre dos “jorobas”: una gigante conformada por la clase baja y la otra, la clase alta, muy reducida. La subjetividad de una u otra de ningún modo podría ser la misma. Existe siempre un “relativismo” en la construcción de la subjetividad de esa clase media basado en cómo te observas en relación con el otro, con los de abajo y con los de arriba. Incluso, estadísticamente, la misma clase media identificada con indicadores “objetivos”, como el ingreso o consumo, también tiene un componente relativista que es determinante.

Por tanto, por una u otra razón, es necesario que cuando hagamos referencia al desafío de sintonizar con la “clase media” entendamos que no hay una única clase media, sino que son muchas las variedades al interior de ese gran grupo tan complejo. Hay clase media que recién llega y que, además, lo hace por muy diferentes vías; hay clase media de toda la vida; clase media que es más alta que media; clase media que siempre está en riesgo de dejar de serlo. Hay clase media en lo económico que a su vez es distinta según su capacidad económica sea en base a ingresos, herencia, consumo o endeudamiento. Pero no todos los matices diferenciadores proceden de lo económico, porque también hay clase media en lo cultural, en lo simbólico, en el poder político; y sin descuidar tampoco el componente “país” o, a veces, el regional. La clase media guayaquileña tampoco es la misma que la quiteña; ni la boliviana de El Alto a la de Santa Cruz. En definitiva, ante tanta variedad de “clases medias”, habrá que considerar multiplicidad de lógicas aspiracionales y sentidos comunes.

Es por ello que debemos “cuidar” el modo de querer atraerla e incorporarla al proyecto político progresista, porque no siempre existe una única manera de hacerlo. Se requiere mucho más bisturí que brocha gruesa. Es más, resulta imprescindible comenzar a analizar e identificar las disputas y tensiones que se dan al interior de este gran grupo social, porque seguramente de ello dependerá buena parte de la sostenibilidad de una propuesta política. Sería un gran error confundirse de objetivo, porque seguramente satisfacer a una clase media es mucho más fácil que a todas las clases medias que caben en ella.

 

Alfredo Serrano Mancilla es director de la Celag

ADOLFO ARIZA

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Autor del Blog

La actualidad de Argentina y el Mundo, Noticias vistas desde Mendoza por el Profesor Adolfo Ariza. Realidad, Información y Medios de Prensa en notas con una mirada local y abierta.

Profesor y Licenciado en Literatura. Coordinador Área de Vinculación – Secretaría Desarrollo Institucional – UNCuyo entre 2008 y 2014 (Desarrollo Emprendedor). Responsable de Kusca Gestión Colaborativa para Empresas.

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FRANCISCO: PAPA Y LÍDER ESPIRITUAL: LOS CATÓLICOS ARGENTINOS DEBERÍAMOS VALORARLO

FRANCISCO: PAPA Y LÍDER ESPIRITUAL: LOS CATÓLICOS ARGENTINOS DEBERÍAMOS VALORARLO

FRANCISCO: PAPA Y LÍDER ESPIRITUAL: LOS CATÓLICOS ARGENTINOS DEBERÍAMOS VALORARLO

 

Rescato esta nota de opinión porque comparto que Francisco es el más grande líder espiritual de hoy, y, en muchos sentidos, la única posibilidad de esperanza de una propuesta humanista que defienda a los millones de excluidos del mundo y de rechazo de este modelo neoliberal insustentable e insostenible que nos está llevando a la destrucción. Soy poco afecto a las lecturas apocalípticas, mucho menos en un mundo en que, a cada segundo, surgen nuevas posibilidades tecnológicas, pero también creo que se está estirando demasiado la cuerda y no sabemos dónde y cómo van a terminar varias situaciones críticas, como la rebelión social, el coronavirus, el deterioro ambiental, los liderazgos insensatos y enfermos como el Trump y Bolsonaro, y otros etcéteras.

De hecho, no comparto el título: hay muchos argentinos que lo merecemos –y me incluyo- porque hemos trabajado mucho por una Iglesia que hiciera carne “la opción de los pobres”. Recuerdo el Documento de Medellín y Evangeli Nuntiandi y otros que hemos leído y vivido. Recuerdo los mártires de la Iglesia y los perseguidos por sus ideas.

Pero está claro que lo que dice Bestani es real: muchos/as argentinos/as están enredados/as en análisis –ni eso- superficiales e inmaduros del Papa, y en las pavadas que pergeñan los trolls. Estos lograron –como con los mapuches, o los bolivianos, o los paraguayos- que una gran parte de ese 40% macrista demonizara a este Papa, sobre todo llamándolo Peronista. Ahora bien, si uno lee con algo de inteligencia y una mínima intención de objetividad, las pavadas, fake news, mentiras, se da cuenta de que creen tontos/as a esos seguidores.

No sé si es el argentino más importante de la Historia, cómo saberlo, pero sí sé que lidera la Iglesia que profeso, con millones de católicos/as de todo el mundo, y que esa es la Iglesia de Cristo, la de mi fe.

EN ESE CAMINO PONGO MI CORAZÓN.

 

Los argentinos no nos merecemos a Francisco – Por Juan Miguel Bestani

Por Juan Miguel Bestani – Arquitecto. Dirigente cristiano. Autor del libro “Santidad y felicidad en el siglo XXI (LUMEN)

https://www.losandes.com.ar/article/view?slug=los-argentinos-no-nos-merecemos-a-francisco-por-juan-miguel-bestani

 

“Nadie es profeta en su tierra” expresó Jesús según el evangelio. Ésta, como muchas otras verdades allí expresadas, habrá aprendido el Papa Francisco en su larga y fructífera vida religiosa. Veintiún siglos después experimenta la validez de esa máxima en él. Francisco no es profeta en su tierra, sino signo de contradicción en función de lo que cada argentino vea, lea o interprete en cada uno de sus gestos y palabras. Haga lo que haga el Sumo Pontífice, siempre será motivo de apoyos como de rechazos por parte de sus compatriotas. Esto que podría considerarse hasta normal por sucederle también a cualquier otra figura pública, cobra otra dimensión cuando esa figura es aclamada mundialmente, pero sin embargo no puede visitar su propia tierra por los motivos que sean. Luego de casi siete años de pontificado y por más razones que se hayan esgrimido, existe una razón esencial por sobre las demás: no hay el consenso mínimo entre los suyos acerca de la conveniencia o no de su venida. Esto habla más de nosotros como individuos y como proyecto colectivo que de él como destacada figura mundial. Nos cuesta horrores ver la gran película. Nos quedamos siempre con ciertas escenas. Como se nos escapa el todo, nos movemos siempre en partes.

Los argentinos somos como los adolescentes: estamos en una constante crisis de identidad donde no sabemos qué queremos ni por qué. Y al no poder resolver el asunto de fondo, nos quedamos siempre en los detalles. Al no tener en claro qué queremos como país o simplemente no poder ponernos de acuerdo en ciertos principios fundamentales, nos encanta actuar y sobreactuar en temas menores. En eso se nos va la vida. Así nos va importando más, y hasta nos hacemos un mundo, por lo que dijo fulano o el gesto de mengano. Llenamos cada vez más nuestra cabeza con improvisados panelistas de turno que con la propia realidad. No somos capaces de dedicar ese mismo tiempo a resolver nuestros principales problemas de fondo que justamente no son pocos. Nos dedicamos y ocupamos de la frivolidad, porque no somos capaces de la profundidad. Sin embargo, cada tanto ese incomparable talento surgido de años de mezcla de razas diversas y de un país centenario que sí tenía en claro el rumbo, da alguna joyita que logra elevarse sobre el océano de mediocridad y tibieza de todo tipo y, siendo capaz de dedicarse a lo profundo, trasciende sus propias fronteras para compartir todo su talento con el resto de la humanidad. Personalmente me gusta llamarlos argentundos: argentinos cedidos al mundo. Contamos con varios ejemplos en más de una disciplina. Pero me atrevo a sostener que el Papa Francisco es, sin dudas, el argentino más importante de la historia. Me baso en dos principios: uno terrenal y el otro trascendental.

Desde un punto de vista terrenal, es decir desde la razón y sin dar demasiada cabida a lo espiritual, Francisco es cabeza única y lidera una de las instituciones -sino la más-  de mayor peso político, cultural y social de la historia. Guste o no, se esté o no de acuerdo con ella, la Iglesia Católica no sólo es la institución que provee mayor ayuda social y educacional a nivel global, sino también una de las principales forjadoras de la identidad e impronta occidental. Con sus aciertos y desaciertos a lo largo de veinte siglos, ha ocupado un lugar de poder e influencia que prácticamente ninguna otra nación ha podido sostener en tan largo período de tiempo. Alguna superpotencia actual podrá disputarle poder, pero no influencia. Y esta institución de más de dos mil años fue sólo liderada por 266 personas. Una de ellas nacida en el barrio de Flores, acá nomás.

Desde un punto de vista trascendental, es decir desde la razón y lo espiritual de los creyentes católicos, Francisco fue elegido para liderar esa institución no sólo por operaciones o “roscas” de todo tipo entre influyentes cardenales en el consistorio, sino fundamentalmente por obra del Espíritu Santo. Esto implica intercesión divina y directa sobre el alma de los electores. Así de raro y quizá ingenuo que pueda parecer esto en pleno siglo XXI. Para los católicos, el argentino Bergoglio fue elegido por Dios en su plan de salvación para comandar su iglesia. Así como delegó en otras épocas esta tarea en Pedro su fiel discípulo, para estos tiempos que corren decidió elegir una persona nacida y criada entre nosotros. Tomadora de mate al igual que de colectivos y subtes. Hincha de San Lorenzo y probablemente del alfajor y del dulce de leche. ¡Un argentino es hoy el Pedro de ayer! Increíble y creíble a la vez.

Todo esto y mucho, muchísimo más representa el argentino Francisco para todo el mundo. Hacedor de gestos admirables y reconocidos, jugador fuerte en materia política y social, primer pontífice americano y jesuita, catequista sumamente “llegador” y tantas otras acciones y gestos -algunos peculiarmente argentinos-  de su pontificado que seguramente quedarán en la historia (más allá que puedan o no gustar a más de un creyente). Y sin embargo… para muchos argentinos, Francisco no representa eso sino un argentino más que, haciendo de las suyas, se para sobre una u otra de las veredas que nos vienen dividiendo desde los tiempos fundantes. Los argentinos no somos capaces de ver al compatriota que está haciendo historia, que es portador de amor, paz y esperanza para miles de millones de personas, sino que nos detenemos en la cara que pone en las fotos, en quiénes recibe, en sus supuestos dichos transmitidos por supuestos “amigos voceros”. Nos ocupa saber a quién envió o no algo. Detalles, escenas, nunca el fondo, nunca la película entera. El Papa no puede recorrer nuevamente las calles que lo vieron crecer, abrazar la gente que lo vio madurar, comerse una buena tira de asado en alguna parrilla porque sus propios vecinos están demasiado ocupados en sus ombligos sin ser capaces de alzar la vista para tener una mirada más global, más histórica.

Francisco está haciendo historia y nosotros lo vemos por TV. Él hace hoy por nuestro país en materia de prestigio e historia, lo que ningún otro prócer o ídolo global pudo o podrá hacer porque su tarea lo trasciende todo: lo político, lo deportivo, lo social, lo cultural, lo religioso, etc. Me atrevo nuevamente a sostener que su figura es la única capaz de lograr lo que ningún dirigente nacional ha podido en varias décadas de decadencia: unir verdadera y definitivamente a los argentinos en un mismo proyecto común. Hoy pareciera que no están dadas las condiciones para que vuelva a su querida y seguramente muy extrañada tierra. Hoy pareciera que los argentinos no nos merecemos a Francisco. Pero para aquellos que contamos con la fe suficiente, abrigamos la esperanza de ser capaces de merecerlo. Anhelamos que antes de finalizar su pontificado pueda volver a su país como parte de todos y no solamente de algunos. ¿Podrá el Padre Jorge contradecir al propio evangelio y ser profeta en su tierra? En el país de las muchas contradicciones todo puede suceder.

ADOLFO ARIZA

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